Al calorcillo de los últimos acontecimientos de rabiosa actualidad (del reparto de botijos en la Tripolitania a las mentirucas sobre el regateo con los chicos de boina y bomba) es habitual aplicar al Zapaterato, y por extensión a cierta izquierda exquisita que hace la ola, reparte bizcochos y peina las cejas, la máxima marxista (de Julius, no de Carlos) “estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros” Craso error. El régimen tiene unos sólidos fundamentos éticos y morales adquiridos en las más reputadas asambleas preuniversitarias, en la inagotable fuente del maletín ideológico de la señorita Pepis, la autobiografía de Toro Sentado y la música de Supertamp y, por tanto, la razón de sus movimientos pendulares y trolas de speaker tombolero han de tener otra explicación.
Nosotros apostamos porque la estricta aplicación del principio de jerarquía normativa y un disciplinado uso de la restricción mental, justifican satisfactoriamente la conducta del zapaterismo global.
Respecto a lo primero, sí tenemos en cuenta que en la cúspide del corpus legal zapateriano se ubica la Ley del Embudo, no creemos necesario más explicaciones. En cuanto a la restricción mental, es decir, el acto de anfibología al que ya los comentaristas de santo Tomás del siglo XVI y lo casuistas posteriores… ¡Humm!, quizás sea mejor dejar de lado al Tomás ese y a los causagaitas y recurrir a un sencillo ejemplo para comprender en que consiste.
Imaginemos un adolescente español de la prehistoria (es decir, de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo) que estudia en un colegio de curas y le toca pasarse por el confesionario. Nuestro protagonista acaba de ver Gilda en el Cinema y aún se encuentra frenético por la contemplación de los despampanantes omóplatos de la estrellaza del celuloide mientras ronronea eso de put the blames on Papes, boy. Don Aniceto, el cura, primero le pregunta por asuntos banales y el zangolotino no tiene problemas en confesar los pecadillos veniales, pero como el pelota de Ramírez se ha chivado de su excursión cinematográfica, el mosén enseguida inquiere sobre pensamientos libidinosos y demás asuntos de la entrepierna, hasta finalizar con un gélido "¿y te has tocado?..." entonces es cuando nuestro héroe aplica la restricción mental: el señor cura me pregunta si YO me he tocado… quien ha realizado los movimientos sicalípticos-manuales ha sido la chacha del sexto izquierda, a cambio de una cajetilla de Chesterfield y unos pantys de naylon… ergo… le puedo contestar al señor cura, en estricta respuesta a su pregunta, sin faltar un ápice a la verdad y sin cometer pecado mortal, que YO NO me he tocado.
Pues esta depurada técnica es la que lleva aplicando con gran éxito de crítica y público la criatura antes conocida como ZP y acólitos para soltar trufas del tamaño de rinocerontes sin que se les mueva un músculo. Pajas mentales, en definitiva.
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