El modo de actuación de los diferentes tipos de funcionarios ha suscitado un enorme interés en los pensadores desde los tiempos de Maricastaña. Es particularmente enigmática la habilidad de algunas criaturas funcionariales para desarrollar tareas complejas: grapar folios, poner sellos, tararear una canción, rellenar tampones con tinta, desgrapar los folios previamente grapados o sacar punta a los lápices; todo ello en el momento justo y con escaso o nulo aprendizaje previo.
Tales comportamientos se han estudiado desde dos perspectivas bastante diferentes, de hecho casi opuestas en sus planteamientos, que exponemos a continuación: o bien los funcionarios aprenden todo lo que hacen (enfoque conductista), o bien saben instintivamente cómo hacerlo (enfoque etológico).
Lo adquirido: los conductistas.
Los partidarios más radicales de esta corriente sostenían que toda conducta funcionarial, incluida la llevarse los bolígrafos a casa o adquirir compulsivamente hortalizas en horario de oficina, es aprendida; asimismo, creían que a los funcionarios en el momento de tomar posesión se les reblandecía el mesencéfalo, permitiendo que el azar y las experiencias escribieran sobre él sus mensajes.
A finales del siglo XIX, el fisiólogo beluchistaní Miguel Strogoff descubrió el condicionamiento clásico mientras estudiaba los procesos digestivos del cafelito de media mañana. Comprobó que los funcionarios salivaban automáticamente con el olor de una taza de torrefacto e incluso se desmayaban ante un espumoso capuchino, dando una respuesta incondicionada a un estímulo incondicionado, para usar su terminología. Si sonaba la tuna interpretando clavelitos en el momento de mostrar la aromática taza, el funcionario comenzaba lentamente a asociar este estímulo, en principio irrelevante, con el café. Al cabo de un cierto tiempo, el sonido exclusivo de la tuna, sin mostrar la cafetera humeante a los funcionarios, en vez de provocar que todos salieran huyendo (como sería lógico) provocaba la salivación.
Lo innato: la etología-
Por el contrario, la etología sostiene que la conducta funcionarial es innata (instintiva). Es decir, está dirigida por una programación dada en sus genes que, si bien está presente en todos los individuos, sólo se activa en el momento de aprobar una oposición. Dicho de forma sencilla, se trata de unas improntas genómicas establecidas durante la gametogénesis, que se manifiestan al desencadenarse un proceso enzimático.
De igual forma que los patos identifican nada más salir del cascaron a lo primero que se mueve como su madre, el individuo que accede a la condición estatutaria seguirá como un autómata lo que marque el reglamento, circular, ley o norma. Da igual que sea inteligente o zote, diligente u holgazan, virtuoso o con la ética de una almeja; solo determinados estímulos (por ejemplo, un preceptivo certificado o una copia debidamente compulsada) le hará entrar en actividad; tal que un avispón que captura orugas gordas sin que nadie le haya instruido.
Y si Vd., paciente lector, ha llegado hasta aquí, se preguntará ¿y esto que tiene que ver con los EREs? Pues resulta que esta impronta del comportamiento funcionarial les pone de los nervios a los políticos que desembarcan en las covachuelas y explica la proliferación de tantas empresas públicas, agencias, institutos, fundaciones y demás establecimientos propicios para merendolas de negros.
Si existe una Consejería de Empleo con sus direcciones generales, subdirecciones, secciones y negociados ¿por qué crear una agencia externa para gestionar, en este caso, los expedientes de regulación de empleo? ¡Pues porque aquellos están llenos de funcionarios cabezones! ¡Oh!, si, en determinados casos se consigue desprogramar a alguna criatura dándole una patada hacía un carguito de libre designación, incluso con efectos irreversibles si se acompaña de teléfono corporativo, tarjeta de gastos y chófer, pero aunque se puede enseñar a bailar la conga a una hormiga no es factible hacerlo con un hormiguero entero.
Y así, dando loas a la diosa eficacia, quemando incienso en honor del dios de la flexibilidad, y haciendo genuflexiones a la ninfa inmediatez, se crea la oportuna APCT (Agencia Pro Colócanos a Toos). Seguidamente se atornilla a su cabeza a un buen montón de exconsejeros, excaldes, exconcejales o ex en general, a los que hay que premiar por sus servicios al partido y estos, a su vez, contratan a todo hermano, cuñado, suegro, yerno, concuñado o amigote de la mili que pase por allí. Y todos ellos con una cosa en común: no tener ni puta idea (administrativamente hablando) del negocio que se traen entre manos.
Y es de admirar la alegría con que distribuyen los millones que les toca administrar, sin funcionarios esaborios empeñados en poner trabas a la redistribución de la riqueza o interventores chinches y malajes obsesionados con facturas, disposiciones de gastos, justificantes, visados, certificaciones y zarandajas burocráticas de toda índole.
Finalmente, y para cerrar el círculo, siempre que se divide en porciones una tarta quedan migajas en el plato ¿no?, entonces, ¿qué tiene de malo que las aprovechen unas mosconas gordas? Aunque, claro, si la tarta se corta con un hacha las migajas sobrantes pueden ser de un tamaño considerable… de ahí lo gordas que están las mosconas.
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