Y eso nos parece lo más sintomático del estado de Gobierno. Ya nadie se indigna, nadie se sorprende, nadie se toma en serie nada de lo que dicen. Todo el mundo, en definitiva, se descojona de sus ocurrencias. Y claro, las onomatopeyas de Fredy Rubalcaba (brrrrr, hace un motor) y el ministro de industria, en plan didáctico y por si nos quedaban dudas del concepto que tienen de la capacidad mental de los ciudadanos, explicando que los barriles de petróleo que nos vamos a ahorrar “puestos en fila llegarían de aquí a Pekín”, lo terminan de arreglar.
En fin, quizás sea hora de ir pensando en recuperar aquellos viejos gasógenos que se utilizaron durante la posguerra. ¿Que es un gasógeno? Bueno, queda más fino llamarlo un generador alimentado por biomasa.
Para no perdernos en tecnicismos, imagínense un botijo enorme o una cocina de campaña convenientemente adaptados para gasificar cosas; lo acoplas a tu coche (si no hay sitio donde ponerlo, lo llevas en un remolque pequeño). De lo que se trata es de quemar dentro de la botija o de la cocina todo lo que se te ocurra y obtener un combustible gaseoso capaz de alimentar un motor de combustión de interna.
Así que en vez de ir a la gasolinera a repostar, te paras delante de un contenedor de papel o basura y… ¡todo para adentro!, cáscaras de plátano incluidas, como en el Delorian de Regreso al futuro. También es aconsejable llevar un hacha y poder darle así un buen uso a esas encinas pochas que se suelen trasplantar en las rotondas.
Ahora, eso sí, el chisme tiene inconvenientes. Así nos lo contaba Wenceslao Fernández Flores en el año 1942:
Aprovechando el permiso que el director de esta revista nos concede para elogiar a nuestros conciudadanos y a las industrias de nuestros conciudadanos, quiero hacer una merecida propaganda del gasógeno “Strómboli” y pagar, al mismo tiempo, una deuda de gratitud.
En todo caso, el gasógeno que inventó mi amigo Domínguez no se parece a ninguno, porque se llama “Strómboli”, y no existe otro alguno que lleve el nombre del bello volcán de las Lipari.
Porque yo fuí, ha pocos meses, invitado a un viaje inolvidable en un coche de no se qué marca impulsado por la diabólica creación de Domínguez.
Una tarde calurosa de verano subimos al coche, ya preparado, para asistir a las pruebas definitivas. Íbamos: Domínguez, que llevaba el volante; el señor Rives, su mujer, yo y un auxiliar del inventor, que era un sujeto magro, silencioso, de enormes manazas, que había sido fogonero marítimo. Antes de entrar en el coche, el señor Rives preguntó con especial interés si el viaje ofrecía algún riesgo, ya que su esposa se encontraba en cinta y podía perjudicarle cualquier emoción. Al escuchar tales dudas, Domínguez prorrumpió en una carcajada de buen augurio y terminó por decir muy seriamente que si la Medicina no fuese una ciencia bastante atrasada, aconsejaría a las señoras pasar las épocas de gestación en coches movidos por gasógenos.
En esto el fogonero marítimo terminó de llenar el horno con un combustible que, visto de cerca parecía chocolate, y salimos de Madrid.
Mientras conducía, Domínguez nos dió la grata y sorprendente noticia de que su gasógeno servía también para pasteurizar la leche y que llevaba dos litros para hacer una demostración. Le felicitamos mientras enjugábamos el sudor que corría por nuestros rostros, porque la temperatura había aumentado. Este fenómeno se fue acentuando hasta sobrepasar el número de grados termométricos que puede soportar un beduino en el desierto sin entrar en ebullición y, paralelamente, hubo algunos sucesos a los que de momento no concedimos importancia; así los botones de las chaquetas se hicieron maleables y la nariz del señor Rives se abarquilló. Entonces fue cuando el marítimo comenzó a dar muestras de estar a su gusto y llegó hasta tararear una barcalora.
Al acometer una acentuada cuesta arriba oímos por primera vez los tremendos rugidos lanzados por el motor, y que tanta impresión había de causar en todos los seres vivos de una legua en redondo. Un bombardero no resonaría tan trágicamente. Golpes secos, carraspeos diabólicos, rechinar de dientes de gigantes, toses, explosiones, silbidos, choques de hierros contra hierros… si he de expresar una comparación aproximada tendré que apelar a los ruidos de una casa encantada en combinación con los ruidos que el auténtico “Strómboli” puede producir en una de sus más encolerizadas erupciones.
Pendiente abajo no iríamos mal si no comenzase a invadir el coche un humo negro y áspero que nos impedía respirar y que nos seguía en torbellinos infernales. El paisaje se borró, como sumergido en betún, y apenas divisábamos los largos brazos y las anchas manos del fogonero, que parecía bailar algo, castañeando sus dedos, lleno todo él de incontenibles nostalgias.
Las casitas blancas que encontrábamos a las orillas del camino se quedaban, después de pasar, de color caramelo. Aquel humo debía de tener efectos tóxicos, porque el señor Rives rompió a vociferar diciendo que él era un calamar y que estaba muy contento de poder viajar dentro de su tinta, y yo acosé a la señora instándole a que me dijese el nombre de un santo negro que hubo, muy reputado, porque me quería encomendar a él y no podía acordarme.
De pronto surgieron las llamas. El coche ardía. Fuimos saltando, chamuscados, a la carretera. El fogonero marítimo gritaba desde su asiento: “¡Fuego en los pañoles!” Y después se tiró al camino y, moviendo los brazos, como si nadase, llegó al pie de un árbol, se quitó la ropa y la extendió como para que se secara, de lo que dedujimos que su razón flaqueaba hasta el punto de creerse en un naufragio.
En cuanto a la señora de Rives, por respirar también con exceso el maldito humo, tuvo poco después un niño negro.
Todos los médicos lo dijeron así.
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