jueves, 13 de noviembre de 2008

Historia del Funcionariado contada por sus protagonistas. Capítulo II: Atenas

¿Cuál es el Juicio más famoso de la historia? ¿El Rey Salomón terciando con aquel par de histéricas que litigaban por un bebé llorón? ¿los de Sancho Panza ejerciendo de Gobernador en la Ínsula Barataria? ¿el caso Dreyfuss durante la Tercera República Francesa y el célebre “yo acuso” de Zola? ¿Nuremberg? Casos sin importancia comparados con la que se montó en Atenas durante el proceso contra Sócrates… y yo, ¡estaba allí!

Pero primero, permítanme que me presente. Nací allá por el año 388 A.C. en un pueblucho de Tracia que tuvo la fortuna de ser elegido por los Espartanos para celebrar una de sus habituales fiestorras. Los lugareños estaban invitados a las celebraciones, aunque su participación en ella solía ser más bien pasiva. Básicamente consistía en dejarse descuartizar por alguno de aquellos muchachotes necesitados de tonificar los músculos. Pero las juergas no son gratis, así que las mujeres y los niños (incluido yo) fueron enviados a algún alegre mercado de Asia Menor. En resumen, fui comprado por la polis de Atenas por un puñado de dracmas y de esta manera adquirí la condición de esclavo público, es decir, funcionario de la Gran Democracia. Gracias a Zeus tenía un buen número en el escalafón, así que en vez de acabar en las minas fui destinado a los Tribunales.

Antes de que me compadezcan han que tener en cuenta que la condición de esclavo no significaba llevar una vida de perro. De hecho un servidor vivía mejor que muchos supuestos ciudadanos libres que se deslomaban bajo el sol cultivando cebollas. Y eso que el trabajo en los tribunales no faltaba, puesto que una de las pasiones de los atenienses era precisamente el pleitear (incluso el gran comediógrafo Aristófanes escribió una obra burlándose de esta auténtica manía: “Las Avispas”). Las otras grandes aficiones del personal eran: 1. Acudir al agora y ver como un montón de filósofos frikis se zurraban a base de aforismos, al tiempo que se levantaban las túnicas y lanzaban sonoras ventosidades. 2. Contemplar (y lo que se terciara) a jovencitos bien untados en aceite, poniendo posturitas en la palestra. 3. El Teatro.

Lo primero que hay que decir de la Justicia Ateniense es que no existían los jueces profesionales, así que al principio de cada año procedíamos a un sorteo para elegir a seis mil fulanos que formaban la Heliea (bueno, se supone que esta especie de rifa la tenían que realizar los llamados Secre…, digo, Arcontes, pero como podían delegar en nosotros… ya se pueden imaginar). Luego, de este depósito extraíamos los quinientos jueces de cada proceso. Pero para evitar que los imputados pudieran sobornarlos, este segundo sorteo se realizaba la misma mañana del juicio. Así que en realidad más parecíamos los Niños de San Ildefonso que otra cosa.

La cosa contada así parece muy fácil, pero la realidad era mucho más complicada. Ya he dicho que a los Atenienses les pirraba todo este asunto de los juicios y si además recibían tres óbolos por actuar de jueces, pues ya se pueden imaginar el tumulto que organizaban los aspirantes ante las urnas de los sorteos. Para evitar nuestro linchamiento extendíamos ante nosotros una cuerda bien gorda recién embadurnada con pintura roja (la cuerda bermeja). Al cretino que se le pillaba con manchas de pintura, se le castigaba con un año de privación de sus derechos ciudadanos. (Algunos funcionarios de los actuales Registros Civiles están pensando muy seriamente proponer al Ministerio la reintroducción de este sistema)

Otra de mis funciones consistía en acudir de vez en cuando al agora y comprobar los nombres que los ciudadanos escribian en el óstracon (un pedrusco). Si un individuo alcanzaba las seis mil denuncias, no le quedaba otra que exiliarse durante cinco o diez años. ¿Se imaginan que estuviera en vigor este procedimiento? Seguro que no quedaba un político en España.


Pero volvamos a Sócrates. Este filósofo con fama de calzonazos (o calzorras) fue acusado de impiedad. Cosa rara porque a los atenienses los temas religiosos les solía importar un pito. En realidad todo parece indicar que tras todo este asunto estaba la intención de algunos poderosos de quitarse de en medio a un tío bocazas. Es decir, igualito a lo que sucede en la actualidad.

¿Se imaginan un juicio a una celebrity, por ejemplo, La Pantoja? Pues eso, salvando las distancias, es lo que ocurrió con Sócrates. Menudo follón. Tras los correspondientes sorteos y el preceptivo tentempié mañanero, en mi caso, un yogur (griego, naturalmente) y un puñado de aceitunas negras, se dio inicio a la sesión. Como no existía la figura del Fiscal (un tornillo suelto dentro de una maquina, según una definición) ni tampoco la de Abogado defensor (una maquina parlante a la que le falta algún tornillo, según otra definición) eran los propios acusadores y acusado los que hablaban, así que la cosa era bastante ágil. ¿La sentencia? condena de muerte bebiendo cicuta. Sobre todo por ponerse chulo con el tribunal.

En fin queridos lectores, en Atenas se produjo una evidente sofisticación en la Administración de Justicia respecto a las civilizaciones anteriores (los egipcios, mesopotámicos y culturas similares, no llegaron a desprenderse del todo de un cierto olor a chotuno) y sobre todo, una innegable sencillez en los procedimientos. Hasta que llegaron los Romanos y se empeñaron en dar el coñazo con su manía de codificar y reglamentarlo todo.

1 Comentar:

Anónimo dijo...

k wappo el capullo de bermejo
diferencia del bermejo a los demas


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