domingo, 2 de noviembre de 2008

Historia del Funcionariado contada por sus protagonistas. Capítulo I: Mesopotamía.

¿Han oído hablar Vds. del Código de Hammurabi? Efectivamente, me refiero a esa estela de basalto negro de 2,25 m. de altura en el que figura grabado en caracteres cuneiformes el que se considera el primer corpus legal del que se tiene noticia. Pues bien, yo, Petitnumppal, hijo de Mamón y nieto de Tabuco, fui el protofuncionario al que le tocó labrar el pedrusco de marras. Y esta es mi historia.

Nací en el año 1750 AC en Babilonia. No, no me refiero a ese club de carretera del Km.12 de la Autopista A-7, sino a la antigua ciudad de Mesopotamia, esa región situada en lo que es el actual Irak, que por entonces no era ese sitio donde el personal se dedica a escabechinarse mutuamente con frenesí, sino que era ¡quien te ha visto y quien te ve! la cuna de la civilización. En aquellos años la civilización Sumeria era la que partía la pana y uno de los rasgos de cualquier sociedad que se llame civilizada es la especialización en diversas actividades de grupos de población: alfareros, herreros, sexadores de pollos, etc. Y por supuesto, funcionarios.

Siendo mis padres campesinos, la única alternativa a seguir cultivando berzas y cuidando cabras toda mi vida era el ejército o el sacerdocio. Y no apeteciéndome que algún bárbaro hitita me partiera en dos de un hachazo, ni pasarme el día degollando ovejas y escrutando sus entrañas, decidí un buen día apuntarme a una novedosa y extravagante actividad, surgida de la necesidad de administrar una sociedad compleja como ya era la Sumeria: el funcionariado.

No obstante, siendo yo un romántico, siempre he imaginado que los empleados públicos han existido desde el momento en que las primeras criaturas gorilaceas se bajaron de los árboles y sus interacciones sociales fueron un poco más allá de despiojarse u olerse el trasero unos a otros. Enseguida y para evitar el caos, alguno de aquellos tíos peludos que mostraba mayor capacidad (la de sostener la cachiporra más gorda, en concreto), debió erigirse en jefe del grupo. Ipso facto, algún individuo flacucho y con problemas de autoestima se ofrecería a prestarle todo tipo de servicios a cambio de seguridad y algún que otro hueso de mamut roído. Aquel Jefe moriría accidentalmente al derrumbarse un dolmen, precisamente cuando pasaba bajo el mismo, siendo rápidamente reemplazado por un individuo de semejantes características. Y nuestro burócrata ancestral seguiría ejerciendo su actividad bajo la nueva autoridad, como si no hubiera pasado nada.. Y así sucesivamente. De tal guisa surgió un nuevo rasgo característico del empleo público: la permanencia en el tiempo.

Como decía, abracé con entusiasmo la condición de servidor público y fui destinado al negociado de Justicia y Puniciones Varias. Allí nos dedicábamos a rellenar cientos de tablillas de arcilla con disposiciones legales, edictos, laudos, proverbios, aforismos y cosas así. No era un trabajo fatigoso. Se cogía una tableta de arcilla húmeda y con un palito se grababan los caracteres cuneiformes. Pronto aprendí que si se añadía al barro una boñiga de vaca se conseguía una escritura más suave. Luego, vuelta y vuelta en el horno y listo (Para hacerse una idea de aquello, agarre Vd. una gallina. Seguidamente hágala deambular un buen rato sobre una superficie de barro húmedo de 1 m X 1 m. aproximadamente. Retire la gallina. Observe con atención las impresiones que han dejado en la superficie las extremidades inferiores de la susodicha ave ¡Pues eso es la escritura cuneiforme! De hecho, las mejores páginas de la literatura Sumeria se escribieron utilizando este método).

Ya por entonces se había instituido otra de las características propias del funcionariado: el cafelito de media mañana. Aunque claro, todavía no existía tal excelsa bebida, así que en alegre procesión marchábamos al Zigurat a tomar infusiones de cardo borriquero o vinillo de la ribera del Eufrates. Se supone que sólo teníamos para este menester el tiempo que tardaba en vaciarse de arena la parte superior de un reloj, pero no costó mucho sustituir la fina arena original por un puñado de garbanzos.

Rodeado de montañas de tablillas transcurrían lentamente los lustros hasta que un aciago día el Sumo Sacerdote y Consejero Real Bermejosis, entró en nuestra covachuela con el rostro más avinagrado de lo normal. Tras llamarnos “excrementos de dromedario, vagos y chupatablillas” nos dijo que Hammurabi I, hijo de Zetapenoteph Pepis, Rey de Sumer, Acadia y las Cuatro Regiones, tras una noche de farra se le había ocurrido redactar una serie de normas legales y nosotros, hijos bastardos de un coyote tiñoso, nos íbamos a ocupar de transcribirlas para su público conocimiento. Ahora bien, Bermejosis estaba decidido a suprimir las caducas tablillas de la Administración de Justicia y por lo tanto deberíamos grabar las leyes en columnas pétreas, que serían colocadas en lugares públicos, entradas de las ciudades y caminos. Así los mesopotámicos dejarían de hacerse los nórdicos, escaqueándose del cumplimiento de las leyes con la excusa de no saber, por ejemplo, que cortar la cabeza de un esclavo manumitido era punible.

Naturalmente protestamos alegando que ese cometido era propio del negociado de los picapedreros, que además se pasaban el día jugando al mus por falta de faena. Protestas que rápidamente se acallaron, ante la amenaza de ser trasladados de forma fulminante al departamento de los Eunucos. Lo que suponía el consiguiente cursillo acelerado de adaptación, es decir, el traumático cisma de nuestros amados genitales.

En fin, que nos pusimos como locos a burilar las dichosas leyes en aquellos piedrolos, encabezados por la figura del Rey Hammurabi en alegre cháchara con el Dios Sol Shamash. ¡Vaya diarrea legislativa la del buen señor! Se podía haber fijado en Moisés, que con diez mandamientitos de nada ¡menudo éxito ha tenido el tío! Pues nada, 282 disposiciones se sacó de la manga. Ahora bien, el meño que se conserva en el museo del Louvre ¡no responde exactamente al texto original!

Resulta que Hammurabi I tenía unas costumbres un tanto relajadas. De hecho su aspecto era… ¿cómo les diría?... ¿Han visto la película 300? ¿recuerdan a Jerjes, el Rey Persa? Pues esas pintas de drag queen pasada de rosca eran las que lucía ese rey de reyes en la intimidad. Así que no es de extrañar que algunos de los artículos del Código me parecieran escandalosos. Por ejemplo: “el que yaciera con más de dos cabras a la vez, será arrojado al agua” (con sus correspondientes cocodrilos. Esto no lo dice pero se sobreentiende) o “quien sodomizare al buey propiedad de un vecino sin su consentimiento (el del vecino), será a su vez sodomizado por él (por el buey)”.

¿Qué imagen de los Sumeríos, de los Acadios y demás pueblos mesopotámicos van a tener las generaciones posteriores cuando lean esto? me preguntaba con desazón. Traicionando mis improntas funcionariales me dediqué a sustituir las menciones a ovejas, cabras, pollinos, cuadrúpedos en general y algún tipo de crustaceo, por el vocablo “mujer”, lo cual me parecía más correcto. Ya sé que desde el punto de vista actual no parece muy apropiado, pero les diré en mi descargo que en aquellos tiempos el estatus social de una vaca y el de una mujer no se diferenciaba en exceso. De hecho la forma de escribir ambos vocablos era prácticamente el mismo.

En resumen, de Código de Hammurabi nada de nada. Yo, Petitnumpal, fui el autor material e intelectual del cascajo y en calidad de tal, exijo la oportuna rectificación e inscribir en letras de molde mi nombre en los anales de la humanidad ¡El Código de Petitnumpal! ¡Toma ya!, que bien suena.

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