Nací en el año 1750 AC en Babilonia. No, no me refiero a ese club de carretera del Km.12 de la Autopista A-7, sino a la antigua ciudad de Mesopotamia, esa región situada en lo que es el actual Irak, que por entonces no era ese sitio donde el personal se dedica a escabechinarse mutuamente con frenesí, sino que era ¡quien te ha visto y quien te ve! la cuna de la civilización. En aquellos años la civilización Sumeria era la que partía la pana y uno de los rasgos de cualquier sociedad que se llame civilizada es la especialización en diversas actividades de grupos de población: alfareros, herreros, sexadores de pollos, etc. Y por supuesto, funcionarios.
Siendo mis padres campesinos, la única alternativa a seguir cultivando berzas y cuidando cabras toda mi vida era el ejército o el sacerdocio. Y no apeteciéndome que algún bárbaro hitita me partiera en dos de un hachazo, ni pasarme el día degollando ovejas y escrutando sus entrañas, decidí un buen día apuntarme a una novedosa y extravagante actividad, surgida de la necesidad de administrar una sociedad compleja como ya era la Sumeria: el funcionariado.
Como decía, abracé con entusiasmo la condición de servidor público y fui destinado al negociado de Justicia y Puniciones Varias. Allí nos dedicábamos a rellenar cientos de tablillas de arcilla con disposiciones legales, edictos, laudos, proverbios, aforismos y cosas así. No era un trabajo fatigoso. Se cogía una tableta de arcilla húmeda y con un palito se grababan los caracteres cuneiformes. Pronto aprendí que si se añadía al barro una boñiga de vaca se conseguía una escritura más suave. Luego, vuelta y vuelta en el horno y listo (Para hacerse una idea de aquello, agarre Vd. una gallina. Seguidamente hágala deambular un buen rato sobre una superficie de barro húmedo de 1 m X 1 m. aproximadamente. Retire la gallina. Observe con atención las impresiones que han dejado en la superficie las extremidades inferiores de la susodicha ave ¡Pues eso es la escritura cuneiforme! De hecho, las mejores páginas de la literatura Sumeria se escribieron utilizando este método).
Ya por entonces se había instituido otra de las características propias del funcionariado: el cafelito de media mañana. Aunque claro, todavía no existía tal excelsa bebida, así que en alegre procesión marchábamos al Zigurat a tomar infusiones de cardo borriquero o vinillo de la ribera del Eufrates. Se supone que sólo teníamos para este menester el tiempo que tardaba en vaciarse de arena la parte superior de un reloj, pero no costó mucho sustituir la fina arena original por un puñado de garbanzos.
Naturalmente protestamos alegando que ese cometido era propio del negociado de los picapedreros, que además se pasaban el día jugando al mus por falta de faena. Protestas que rápidamente se acallaron, ante la amenaza de ser trasladados de forma fulminante al departamento de los Eunucos. Lo que suponía el consiguiente cursillo acelerado de adaptación, es decir, el traumático cisma de nuestros amados genitales.
En fin, que nos pusimos como locos a burilar las dichosas leyes en aquellos piedrolos, encabezados por la figura del Rey Hammurabi en alegre cháchara con el Dios Sol Shamash. ¡Vaya diarrea legislativa la del buen señor! Se podía haber fijado en Moisés, que con diez mandamientitos de nada ¡menudo éxito ha tenido el tío! Pues nada, 282 disposiciones se sacó de la manga. Ahora bien, el meño que se conserva en el museo del Louvre ¡no responde exactamente al texto original!

¿Qué imagen de los Sumeríos, de los Acadios y demás pueblos mesopotámicos van a tener las generaciones posteriores cuando lean esto? me preguntaba con desazón. Traicionando mis improntas funcionariales me dediqué a sustituir las menciones a ovejas, cabras, pollinos, cuadrúpedos en general y algún tipo de crustaceo, por el vocablo “mujer”, lo cual me parecía más correcto. Ya sé que desde el punto de vista actual no parece muy apropiado, pero les diré en mi descargo que en aquellos tiempos el estatus social de una vaca y el de una mujer no se diferenciaba en exceso. De hecho la forma de escribir ambos vocablos era prácticamente el mismo.
En resumen, de Código de Hammurabi nada de nada. Yo, Petitnumpal, fui el autor material e intelectual del cascajo y en calidad de tal, exijo la oportuna rectificación e inscribir en letras de molde mi nombre en los anales de la humanidad ¡El Código de Petitnumpal! ¡Toma ya!, que bien suena.
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