RESUMEN DE LO PUBLICADO: El funcionario-detective Galíndez visita a un leguleyo de postín en su despacho y recibe el encargo de descubrir que chupatintas judicial está apartando a su hija Elvira, supuesto ratón de biblioteca y eminencia en Derecho Comparado, de la recta senda del estudio. (Ver capítulo anterior)

Veinte minutos más tarde estaba de vuelta en el Juzgado y durante un buen rato me dediqué a las apasionantes tareas propias de mi condición funcionarial; apilar expedientes; atender llamadas telefónicas de un par de pelmazos; torear a plúmbeos procuradores; recoger la denuncia de un individuo esmirriado y hediondo, empeñado en empapelar a su ex-mujer por devolverle al nene un minuto y 25 segundos más tarde de lo convenido; explicarle a un fulano extranjero que preguntaba por el
Doctor Cirilo que los leguleyos son como las golondrinas, que revolotean por las dependencias judiciales pero sin posarse en ninguna de ellas; apilar más expedientes...

Finalmente pude relajarme y me dispuse a echarle un vistazo a la foto que me había proporcionado el furibundo progenitor. Era una fotografía en blanco y negro de una rubia de pechos puntiagudos que miraba desmayadamente al objetivo con los ojillos entrecerrados (de forma similar a cuando mordemos un limón) y algo que pretendía ser una sonrisa Me recordaba a una vieja pariente de mi padre que, siendo yo un niño, se dejaba caer alguna que otra tarde de domingo por casa a tomarse un té con pastas... ¿cómo se llamaba?... ¡eso!,
la tía Aurelia, con sus gafas de culo de vaso, olor a naftalina y enormes pies embutidos en zapatos de hombre. En suma, una auténtica birria. La rubia de la foto, quiero decir. Bueno, y la difunta
tía Aurelia también.
Me levanté del asiento y le pegué un buen trago al botijo.
—Voy al
Decanato a resolver un asunto —le dije al perchero, mientras encendía un cigarrillo con la yesca y el pedernal.
En un edificio funcionarial la información fluye por muy diversos canales, pero inevitablemente todos ellos pasan por un mismo punto: el mostrador de entrada. Y allí encaminé mis pasos. Los miembros de
la benemérita se encontraban en ese momento ocupados con un fulano que, estando citado para un juicio, pretendía acceder al edificio portando una roñosa bombona de butano que manifestaba haberse encontrado en un contenedor. El j
usticiable gritaba como un energúmeno que no pensaba dejarla en la calle para que se la quitaran o se armara un follón, tal y como ocurrió días atrás a
cuenta de una cacerola

Visto que tampoco andaba por allí el
conductor, otra valiosísima fuente de chascarrillos y cotilleos, dediqué toda mi atención al vigilante
De Vito: dos metros de músculo embutidos en un uniforme azul y unas manazas del tamaño de raquetas de tenis con las que una ocasión estuvo apunto de arrancarme la cabeza;
(Vease el "Expediente Eterno", también en esta editorial) ocupadas en este instante en la delicada tarea de sostener un
donut relleno de crema del tamaño de un plato sopero y una bolsa de cortezas de cerdo.
—Oye,
De Vito —le dije procurando adoptar un
tonillo confidencial, al tiempo que le mostraba la fotografía —¿no habrás visto a esta chica merodeando por aquí durante las últimas semanas?
El tío se tomó su tiempo. Dejó el ciclópeo
donut sobre la superficie del mostrador y, tras chuparse parsimoniosamente cada uno de los dedos, cogió la instantánea y la observó con interés durante unos instantes.
—¿Quien es esta tía?... ¿tu abuela? —me respondió muy serio.
—¿eso significa que no?
—Afirmativo.
Le dejé que siguiera ejercitando las mandíbulas. En unos minutos hasta un autista estaría al tanto de que buscaba a una rubia.

Las once. Una riada de funcionarios inunda las escaleras y ascensores como un caudaloso río buscando el mar y, sin embargo, la mayoría no abandona el chaparro edificio. Continúan bajando hacía las catacumbas del
templo judiciero. Necesitaba urgentemente tomarme un cafetazo con porras así que me uní a uno de los heterogéneos grupos comentando lo jodido de la meteorología, la última ocurrencia del Gobierno, el aumento de la
litigiosidad o las dudas razonables sobre la existencia de Dios. Dejando atrás el corredor
back stage de las
salas de vistas, accedimos al estrecho pasillo donde se ubican los archivos, entrando en uno de ellos. Naturalmente allí no quedaba ni rastro de lo que supuestamente debe contener un sitio como aquel; el garito estaba adornado como un
pub con una pequeña barra ocupando un lateral, luces en penumbra y mesas diseminadas. Todo allí era suave y sofisticado; las luces, el tintineo del hielo en los vasos de orujo, el chapoteo de los churros en las tazas, la moqueta burdeos, el murmullo de las conversaciones, la música de José Luis Perales en los altavoces...

Tras agenciarme las viandas me senté en una mesa ocupada por un grupo de veteranos funcionarios curtidos en todo tipo de truculencias procesales. Allí estaban
Troya y
la Tren, integrantes de la banda de
las aduancieras que controlaba el negocio de los
recursos clandestinos, simpáticas y de risa fácil pero ¡ojo! con meterse en su terreno. A la más mínima sospecha te grapan las orejas al cráneo. Frente a mí, el
tramitador Pericles comía un plato de macarrones con torreznos y una servilleta de cuadritos azules sobre la camisa. Tenía en nómina a todo un batallón de
ciudadanos adictos a interponer denuncias de forma compulsiva o dar la tabarra en general, un trastorno de la conducta ampliamente conocido por los
Juzgados de Instrucción pero no suficientemente estudiado por la psiquiatría moderna. Así que obtenía pingües beneficios extorsionando a los distintos
órganos judiciales; ¿que no pasaban por el aro? pues aparecían en fila india todos aquellos yonquis procesales y te colapsaban el Juzgado durante un mes. A su derecha se sentaba la
Gestora Merceditas luciendo un collarín al cuello, se decía que fruto de una bronca con otra gestora por un turbio asunto de tráfico de
demandas, y tras ella sin quitarle la vista de encima estaba
Augusto, su guardaespaldas particular.
Numancia y
Ocaso, jefas en la sombra de todo el tinglado, elegantes, cosmopolitas y de agradables modales, mantenían una civilizada controversia en aquel momento.

—... sí, ya sabes querida, me refiero a ese abogaducho chaparro y cabezón. ¡Tuvo la
insolencia de llamarme la atención! —decía la segunda entre sorbo y sorbo de su té con limón.
—¿Y cual es el problema? Sabes que soy partidaria de responder a la mala educación mostrando indiferencia o una aristocrática sonrisa... ¿a quien le encargamos que le rompa las piernas con una tranca de béisbol? —dijo
Numancia empleando mismo tono que podría utilizar para comentar las últimas tendencias en moda.
—A mí eso de la tranca me suena sumamente ordinario ¿no sería más adecuado darle un sutil toque de atención? ¿qué tal hacerle tragar su último escrito? Copias para las partes y soportes audiovisuales anexos incluidos, por supuesto.
Todos los presentes parecieron percatarse en aquel momento de mí presencia, salvo
Pericles que siguió engullendo sus macarrones sin levantar la vista del plato.
—¡
Queriiiido Galíndez!, es todo un placer verle... ¿ha encontrado ya a su abuela? Se lo digo porque hemos oído comentar que está intentando localizarla y va exhibiendo por ahí su fotografía. —exclamó
Numancia alegremente — y no se ofenda, pero nos han dicho que se trata de una rubia bastante vulgar. Es Vd. un chico
muy malote... ¿no pensaba enseñársela a sus
queridos colegas?
Mi relación con ambas suele ser bastante cordial, incluso en el plano profesional. De hecho he realizado algunos trabajitos para ellas; el último consistió en identificar a la fumadora clandestina que dejaba el servicio de funcionarias lleno de ceniza y que, a juzgar por la inspección ocular del retrete de autos, debía sufrir además algún tipo de afección crónica del vientre. No se exactamente lo que le hicieron a la nicotinómana, pero me consta que desde entonces esta realiza sus excreciones en una bacinilla de porcelana que guarda en el cajón inferior de su escritorio. No obstante, soy muy consciente de con quién estoy tratando y no olvido en ningún momento que dentro de aquellos bolsos de Carolina Herrera o Louis Vuitton (auténticos, of course), además de la polvera llevan un pistolón capaz de atravesar de parte a parte cinco tomos de un sumario puestos uno detrás de otro. Interpreté sus palabras finales como una orden. Delicada y sutil, pero orden al fin y al cabo.
CONTINUARA...