jueves, 16 de diciembre de 2010

La autopista de la NOJ

 "Nosotros los auxilio somos literalmente PORTEADORES. Todo el día estamos de aquí para allá con los carritos llevando y trayendo, menos los días de juicios que nos dan una mierda de guión manuscrito (que ahora hacen unos interinos que están de momento colocados para ello) sin saber si el acusado es preso, si tenemos videoconfencias, números de contacto, etc."
(comentario de un auxiliar de Burgos en FUNCIONARIOS DE JUSTICIA sobre el funcionamiento de la Nueva Oficina Judicial)







   Al principio la tía cañón en prácticas del carrito modelo maruja-va-de-compras-al-mercado-de-abastos había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al interino del carretillo de reparto le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca midiera otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer acceder al SCOP por el pasillo norte y, apenas salidos de las UPAD, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado, avanzar tres metros, detenerse, tirarle los tejos al bombón de la SCAC  a la derecha, con la chica del carrito maruja a la izquierda,  envidiar irónicamente la felicidad babosona del matrimonio destinado en el Servicio de Ejecuciones (detrás del carrito maruja de la tía cañón)  que ponen ojitos y se pellizcan, o sufrir  a ratos los desbordes exasperados de los dos chavalotes de los carros de supermercado tuneados que preceden al carretillo de reparto, y hasta asomarse a los despachos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los de más adelante reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de atrás no inicien la guerra de los insultos y  lanzamientos de grapadoras).



   A veces llegaba un auxiliar cachondo, alguien que se deslizaba entre los carros viniendo desde el otro lado de pasillo o desde el depósito de piezas de convicción, y que traía alguna noticia probablemente falsa repetida de carro en carro a lo largo de calientes metros. El juerguista saboreaba el éxito de sus novedades, los funcionarios se precipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se oía algún taco o el chirrido de las ruedas, y el fulano salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los carros para reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de la mañana se había sabido así del choque de un carrito porta-maletas contra un magistrado juez cerca de las salas de vistas, con el resultado de tres sumarios desencuadernados y una pantorrilla contusa, el doble choque de una silla giratoria  con ruedas cargadito de expedientes de dominio contra la gorda del Servicio de la Agenda de Señalamientos que había aplastado un añejo carricoche de bebé con capota lleno de expedientes de deslinde y amojonamiento, el vuelco de un carrazo modelo IKEA colmado de atestados procedentes de la Sección de Registro y Reparto. El interino estaba seguro de que todo o casi todo era falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca del ascensor e incluso en las proximidades de la máquina expendedora de café  para que el flujo de expedientes se hubiera paralizado hasta ese punto.



   En algún momento, harto de inacción, el interino se había decidido a aprovechar un alto especialmente interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el carrito maruja, se había encontrado una silla de minusválido hasta los topes de procedimientos hipotecarios, otro carrito de hipermercado, un cajón de madera al que algún manitas le había añadido las ruedas de un triciclo, y se había detenido junto a un taca-taca desbordante de expedientes de protocolización de testamentos ológrafos para cambiar impresiones con el veterano auxiliar del Decanato que no paraba de beber de un botijo.



   Trepado sobre los expedientes del carro de supermercado, uno de los jovenzuelos tuvo la impresión de que el final del pasillo había cambiado y que algo inconcebible estaba ocurriendo a veinte metros, a quince metros, a cinco. Se lo gritó al interino y el interino le dijo algo a la tía del carrito maruja, al que se asió rápidamente cuando ya el fulano del carrazo de IKEA venía corriendo y desde el carro del supermercado el zangolotino señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como un sindicalista mandando faxes. Ahora el carrito maruja, el de IKEA, el de supermercado y el carretillo de reparto empezaban a moverse y estirando el brazo izquierdo el interino buscó la mano de la del carrito maruja, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a la SCOP y  que irían juntos a cualquier lado en comisión de servicios, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente, y que después se tomarían un cafetazo con porras; la SCOP era un retrete y dos sábanas y tres moscosos, y una tijera y volver a tomar otro cafetazo con porras, amarse y bañarse .

   Era natural que con la aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas. El carrito maruja se había adelantado casi un metro y el interino del carretillo de reparto le veía la nuca y apenas el perfil a su conductora, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el carretillo se retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el interino aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el carrito de supermercado tuneado; le llamó hijoputa y el muchacho del carrito de supermercado miró hacia atrás  y le hizo una peineta con la mano derecha, mostrándole con la izquierda un carrito de helados pegado a su costado. Una mancha verde a la derecha desconcertó al interino del carretillo de reparto; en vez del carretazo  IKEA o el cajón de madera con ruedas de triciclo vio un carro de los que usan los barrenderos desconocido, y casi en seguida el carro basuril customizado se adelantó dejando caer montones de exhortos seguido por un soporte con ruedas de una fotocopiadora sobre el que se bamboleaban viejos legajos atados con cuerda y por una caja de embalaje de frigorífico apoyada en un par de monopatines. Los carros corrían, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de los pasillos se veían huir los despachos, algún funcionario entre las mesas comiéndose un bocadillo y los destellos de las fotocopiadoras.

   El interino del carretillo de reparto había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez al carro maruja, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo se había disuelto irrevocablemente. Y se corría sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera entre carros desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.


(Plagiado descaradamente del relato La Autopista del Sur de Julio Cortázar)




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